Artículo publicado en la obra “La época de
la monarquía asturiana;
actas del simposio celebrado en Covadonga
en 8-10 de octubre de 2001”.
ARMANDO BESGA MARROQUÍN
Universidad de Deusto
El Reino de Asturias y las Vascongadas
A la memoria de mi esposa, Susana Viguri,
que recién operada y en la clínica
quiso que asistiese a este mi primer
congreso.
RESUMEN
En este estudio se trata de resolver la
cuestión de la situación política de las Vascongadas durante los siglos VIII
y IX, que ha sido, dada la escasez de la documentación, el asunto de la
historia del País Vasco occidental en aquella época sobre el que más se ha
escrito. El análisis de los indicios documentales existentes permiten
afirmar que Álava (menos la Rioja)
y Vizcaya se integraron en el Reino de Asturias
desde el reinado de Alfonso I (739-757), mientras que Guipúzcoa,
salvo su borde más occidental, conservó su independencia hasta los
alrededores del año mil en que se incorporó al Reino de Pamplona.
LAS RELACIONES de las Vascongadas con el
Reino de Asturias constituyen el tema de la historia de este territorio en
los siglos VIII, IX y X sobre el que más se ha escrito. Una razón se
encuentra en la circunstancia de que las penurias de la documentación apenas
permiten tratar otros asuntos. Pero la causa principal de este fenómeno se
halla en la trascendencia política que se ha querido dar a la situación de
Álava, Guipúzcoa y Vizcaya en los últimos siglos del primer milenio, primero
en relación con la cuestión foral y después con la justificación o crítica
de los planteamientos del nacionalismo vasco. Esta circunstancia, que ha
desprestigiado el debate, y el hecho de que, aparentemente al menos, las
fuentes no puedan evidenciar una solución han provocado que el problema haya
sido abandonado en los últimos años. Mientras tanto, en las obras de
síntesis coexisten distintos planteamientos sobre la situación política de
las Vascongadas durante la época del Reino de Asturias.
La única forma de superar este estado de la
cuestión consiste en la realización de un análisis exhaustivo de todos los
datos existentes, porque la naturaleza de cada uno de los indicios que se
poseen permite por lo común varias interpretaciones, que de hecho han solido
formularse. Por ello sólo un estudio integral puede servir para hallar la
interpretación correcta para cada indicio y la solución adecuada para el
conjunto de los problemas, puesto que la coherencia constituye un criterio
decisivo en la resolución de cuestiones como la que nos ocupa. Sin embargo,
es claro que un análisis de ese género es imposible en una exposición como
la presente. En estas condiciones, lo único factible es señalar las líneas
maestras de la solución y dejar su argumentación para posterior ocasión (1).
Pero antes conviene realizar dos
consideraciones previas. La primera es recordar que las Vascongadas
carecían entonces de unidad, pues ha sido la historia posterior la que
se la ha dado. Esto significa que la solución puede no ser la misma para
Álava, Vizcaya —que eran más pequeñas que las actuales- y Guipúzcoa, que
probablemente ni siquiera existía. La segunda consideración es que no
existen pruebas evidentes para solucionar el problema de la situación
política de los territorios de las Vascongadas, pues de otra manera no sería
necesario un replanteamiento de la cuestión a principios del tercer milenio.
Esto significa que no es posible hallar una solución fuera de toda duda, y,
por tanto, a salvo de crítica. Por consiguiente, el objetivo debe consistir
en la elaboración de la teoría más razonable y coherente con los indicios
existentes.
Por ello conviene comenzar estableciendo
cuáles son las posibles soluciones y sus posibilidades de argumentación. Son
sólo tres y de muy desigual valor (2).
La primera es la de la
integración de las Vascongadas en el Reino de Pamplona.
Pero la realidad es que, pese a la aceptación que ha tenido y tiene esta
creencia, no puede argumentarse con ningún indicio hasta el año 984 (3). Y
el indicio aludido, el arbitraje de Sancho Garcés II entre el obispo
seguramente alavés Munio y el abad de San Vicente de Acosta (Cigoitia) por
el cobro de unas tercias sobre unas iglesias dependientes del citado
monasterio, no prueba nada (4). Como tampoco demuestra nada el segundo y
último indicio que puede aducirse antes del reinado de Sancho III el Mayor,
que es cuando se produjo la extensión de la autoridad del rey de Pamplona
por Álava y Vizcaya como consecuencia de la crisis del condado de Castilla
provocada por la minoridad del infante García (5). Este segundo indicio
consiste en la presencia del mencionado obispo alavés en la corte del
monarca navarro en el año 987 (6). Y estos dos testimonios no demuestran
nada no sólo por su escaso valor probatorio, sino, sobre todo, porque en la
historia del obispo alavés Munio hay otros datos más claros sobre la
titularidad de la soberanía del territorio en el que ejercía su
jurisdicción: en el 988 Munio es mencionado en un documento de San Millán de
La Cogolla calendado por el rey de León Bermudo II, el conde de Castilla
García Fernández y su tenente en Álava Alvaro Sarracínez (7); y, sobre todo,
al año siguiente el obispo alavés murió en San Esteban de Gormaz formando
parte del ejército castellano que trataba de detener una nueva invasión de
Almanzor, lo que zanja con claridad todas las especulaciones que pueden
hacerse sobre la dependencia política de este personaje (8). Por tanto,
no existe ninguna base documental para sostener la
pertenencia de algún territorio vascongado al Reino de Pamplona;
es más: la propuesta resulta inverosímil para el período de vigencia del
Reino de Asturias, pues como ha defendido Ángel J. Martín Duque, y han
aceptado ya bastantes autores, no es probable
que existiera un reino en Navarra antes de la época de Sancho Garcés I
(905-925), que corresponde al final del reino astur (9). Si se ha
defendido lo contrario es más bien por un prejuicio: considerar natural la
integración de las Vascongadas en el Reino de Pamplona por la comunidad de
origen entre los habitantes de Navarra y los de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa.
Sobre esta comunidad de origen podría decirse bastante, pero no es éste el
marco adecuado para hacerlo y no resulta necesario, pues es sabido que la
comunidad de origen no es un elemento determinante, sino condicionante. Y la
propia historia del País Vasco muestra la escasa operatividad de este
factor, ya que lo que ha predominado con gran diferencia es la integración
de sus territorios en formaciones políticas ajenas a sus orígenes étnicos.
Por consiguiente, éstos en ningún caso pueden redimir de la tarea de la
argumentación. Y actualmente ésta es una empresa imposible (10). Finalmente,
es importante resaltar que esta larga disertación, pese a sus resultados, ha
merecido la pena, pues nos da una lección que conviene tener en cuenta: el
distinto rasero con el que se han medido las distintas propuestas sobre la
situación del País Vasco occidental y la poca exigencia que ha llegado a
haber para admitir una solución, ya que si se aplicara el mismo criterio a
la teoría que postula la integración de ese territorio en el Reino de
Asturias, no debería de haber duda de la vinculación de Álava y Vizcaya
durante el reinado de Alfonso I (739-757).
La segunda solución posible propugna
la independencia de las Vascongadas, que sus habitantes habrían defendido
ante los intentos de conquista del Reino de Asturias. Pero esta propuesta no
tiene tras de sí ningún indicio documental siquiera discutible. Su
argumentación se basa en dos planteamientos teóricos. El primero es el
argumento del silencio, cuya mejor defensa fue realizada por Andrés E. de
Mañaricúa, que ha sido también el autor que ha publicado el último análisis
importante sobre la cuestión objeto de este trabajo (11). Pero el argumento
del silencio, siempre insatisfactorio, lo es aún más en el presente caso.
Por una parte, no es la única vez en la historia del País Vasco en la que
desconocemos un proceso de integración, pues basta recordar, por ejemplo,
que también se ignora el momento de la conquista romana. Por otra parte,
también se desconoce el primitivo proceso de ampliación del Reino de
Asturias hacia el este y oeste, y, sin embargo, su existencia es indudable
en el reinado de Alfonso I. Además, la independencia de lo que podemos
llamar Saltus Vasconum en época visigoda ha dejado multitud de
testimonios en obras de todo género, por lo que el supuesto silencio de los
siglos VIII, IX y X no puede servir para acreditar ésta u otra propuesta. Si
se ha podido utilizar en ese sentido es porque en realidad su empleo ha ido
acompañado de un prejuicio sobre cómo deberían de comportarse los vascones
de aquel tiempo, que dista mucho de poder probarse. Por último, hay que
señalar que ese silencio no es completo. Existen voces y aunque la mayoría
son discutibles, no resulta verosímil negarlas todas (12). El otro argumento
es más bien una propuesta: considerar que la independencia de la época
visigoda se perpetuó hasta que se puede evidenciar la integración de los
territorios vascongados en un reino vecino. Pero tan válida, o mejor
inválida, es la propuesta contraria: partir de la dependencia comprobada y
retrotraerla en el tiempo hasta el momento en que se puede probar
documentalmente la independencia. Si el primer planteamiento ha podido
parecer más razonable que el segundo se debe en buena medida a la existencia
de una imagen del vascón indómito. Pero esto, pese a su gran
aceptación, es más un tópico que una realidad, como muestra la
historia del País Vasco, siempre dividido y generalmente integrado sin
problemas en Estados cuyo centro se encuentra fuera de su territorio (13).
No, no hay ningún motivo para considerar que la perpetuación de la
independencia es una hipótesis más razonable que la contraria. Al contrario,
el siglo VIII supuso unos cambios tan importantes, que bastantes autores
prefieren esta centuria para fijar el comienzo de la Edad Media. Las grandes
transformaciones son evidentes en España y Francia, y, en concreto, en los
territorios vecinos al País Vasco. Y también se pueden acreditar en su
interior: en el 766, antes de que culminara la conquista de Aquitania por
Pipino el Breve, los wascones del sudoeste de Francia, que proporcionaban a
los duques aquitanos sus mejores tropas, presentaron, sin haber sido
atacados, su sumisión al rey franco, acto que repitieron en los años 768 y
769 (14). Si al norte de los Pirineos la independencia vascona terminó de
esa manera a mediados del siglo VIII, no hay razones para suponer sin más
que se prolongara al sur, cuando, además, se tienen indicios de la misma
época que apuntan en sentido contrario (15). Por consiguiente, ni el
argumento del silencio ni el de la perpetuación de la coyuntura pueden
probar algo.
La tercera solución posible
es la de la integración de las Vascongadas en el Reino de Asturias.
Esta es la única teoría que puede argumentarse documentalmente. Además, son
muchos los indicios que pueden aducirse, si bien sólo afectan a Álava y
Vizcaya, pues de Guipúzcoa no se sabe nada
entre el 456 y el 1025.
Para elaborar la demostración conviene
empezar por una base sólida, fuera de cualquier discusión racional, aunque
nos lleve al final del período que queremos historiar. Y este punto de
partida es la información proporcionada por la Crónica Albeldeme en el mismo
momento de su terminación de que en los años 882 y 883 el conde alavés Vela
Jiménez defendía la frontera del Reino de Asturias (16). El que haya que
esperar a una fecha tan tardía para tener noticia de un conde del rey
asturiano en el País Vasco no resulta sospechoso, y, por tanto, carece de
significado. Y es que hay que recordar que el primer conde castellano
conocido aparece en la documentación en el 852 (17) y que en Cantabria no se
evidencia ninguna figura del mismo rango hasta el año 924-925, lo que sólo
puede predicarse para la Liébana, es decir, la comarca oriental y mejor
iluminada por las fuentes, pues en la Asturias de Santillana hay que esperar
a la época de Fernán González (18). Pero más importante es señalar que la
documentación de archivo permite testimoniar la autoridad de los reyes de
Asturias mucho antes del 882. El más antiguo diploma alavés corresponde a la
fundación de San Román de Tobillas en el año 822, lo que tampoco se aleja
mucho de la aparición de documentos en esta zona de España, iniciada en Mena
el año 800, y más cuando probablemente la fundación de Santa María de
Valpuesta del año 804 afectó a tierras de Álava. Ciertamente, casi todos
esos diplomas se refieren a la zona más oriental de Álava, que llegó a
formar parte del condado de Castilla, pero también hay que recordar que en
la donación de varias iglesias al monasterio de San Vicente de Acosta en el
año 871 aparecen citados tanto lugares del norte como del sur, y al este y
al oeste del Zadorra (19).
Una vez establecido que
el Reino de Asturias se extendió por el País Vasco,
el problema se concreta en averiguar cuál fue el momento en que se produjo
esa integración y cuáles los territorios afectados. Mirando hacia atrás
desde el reinado de Alfonso III ninguna coyuntura se muestra tan favorable
para situar esa integración como la del reinado de Alfonso I
(739-757). Como es sabido, en esa época
se produjo la primera gran expansión de la monarquía astur, hasta el punto
de que Alfonso I ha podido ser considerado el creador del Reino de Asturias
(20). Pero no se trata sólo de un planteamiento teórico, pues a partir de
este reinado comienzan los indicios que relacionan a las Vascongadas con el
Reino de Asturias. Uno de ellos alcanza la categoría de prueba y es
la repoblación durante el reinado de Alfonso I de
las Encartaciones referida por la Crónica de Alfonso III (21),
aunque seguramente este territorio era entonces muy poco vasco, ya que si
hoy forma parte de Vizcaya es por avatares de la historia posterior. Los
otros dos indicios son susceptibles de distintas interpretaciones. Dado el
carácter de esta exposición, voy a limitarme a enunciar las que considero
correctas, pues su justificación y la crítica de las otras posibilidades
llevaría mucho más espacio del que ocupa este trabajo (22). La Crónica de
Alfonso III señala que Alfonso I conquistó siete modestas localidades a
orillas del Ebro (23). Es evidente que estas operaciones militares
implicaron el paso de los ejércitos reales por Álava, y la versión Ovetense
de dicha crónica incluye también a Velegia Alabense entre las ciudades
conquistadas por Alfonso I. Sabido es que la crisis del emirato es la causa
principal de los éxitos del monarca astur. Pues bien, en estas condiciones
resulta inverosímil suponer que los indómitos vascones de las montañas de
Álava y Vizcaya, que seguramente apenas se diferenciaban entre sí,
asistieran como meros espectadores a estas empresas bélicas en los
territorios de su influencia. Más razonable es considerar que, ante un
enemigo común y las expectativas de una coyuntura muy favorable, los
vascones más occidentales llegaran a algún acuerdo con el rey asturiano.
Esto nos proporcionaría una hipótesis para explicar el origen de la
integración del País Vasco occidental.
Descartada la conquista, que no aparece en las fuentes ni es
verosímil suponer, sólo se puede recurrir al
pacto con los poderes locales para justificar la extensión del
Reino de Asturias por el País Vasco. Al fin y al cabo éste fue el
procedimiento utilizado por la monarquía astur en su expansión por el resto
de la cornisa cantábrica. Más aún, la integración de los wascones en el
ducado de Aquitania durante un siglo constituye un precedente y un modelo
que hace muy verosímil la presente propuesta. Hay que recordar que en
Francia los wascones comenzaron atacando a sus vecinos del norte, lo que no
impidió que después se aliaran con ellos frente al enemigo común que fueron
los francos, ante los que finalmente se sometieron a partir del año 766
(24). Por tanto, nada tiene de extraño que en España otros vascones, cuya
potencialidad militar ya no era la de antaño, se asociaran con los reyes
astures, herederos de sus antiguos enemigos, ante un adversario común (25).
El segundo indicio procedente del reinado de Alfonso I confirma la
hipótesis, pues la mención de Álava y Vizcaya en una crónica como la de
Alfonso III que sólo refiere hechos relacionados con los reyes asturianos no
puede tener otra interpretación que la de relacionar esos territorios, que
aparecen así por primera vez en la historia, con el Reino de Asturias (26).
Ciertamente, la Crónica de Alfonso III asegura que esas regiones fueron
poseídas siempre por sus habitantes, pero esta afirmación no puede
interpretarse en clave de soberanía (27). Su significado puede deducirse del
contexto y éste es claro: la repoblación del Reino de Asturias durante el
reinado de Alfonso I, pues la frase en que se cita Álava y Vizcaya figura a
continuación de la dedicada a enumerar las comarcas entonces repobladas y el
namque que la encabeza asegura la relación (28). En todo caso, parece
evidente que en una crónica tan ideologizada como la de Alfonso III no es
esperable encontrar un testimonio de la independencia de unos territorios
cuyo dominio era un objetivo claro del reino astur (29).
Ciertamente, los indicios reseñados son
discutibles y han sido discutidos. Si fueran hechos aislados se podría
considerar que no prueban nada. Pero a partir del reinado de Alfonso I las
noticias que relacionan a las Vascongadas con el Reino de Asturias se
multiplican. Particularmente importantes son las que provienen del reinado
de Fruela I, porque es el siguiente al de Alfonso I y porque son cuatro, es
decir, más de lo que se tiene para regiones como Asturias y Cantabria y la
misma cantidad que se posee para historiar la Galicia astur, cuyas
similitudes en esa década con el País Vasco occidental tienen que ser
significativas (30). Todo ello, a mi juicio, confirma la interpretación que
se ha dado sobre el reinado de Alfonso I. Veamos por qué.
El primero de los indicios es la rebelión de
los vascones que tuvo que someter Fruela I al comienzo de su reinado (31).
La rebelión implica la existencia de un dominio anterior, y la victoria, su
perpetuación. Es fácil negar que la rebelión fuera tal, pero hasta la fecha
ha sido imposible demostrarlo a los pocos que lo han intentado. Dado que el
enfrentamiento entre vascones y asturianos es indudable, lo cierto es que no
hay alternativa para la rebelión de la Crónica de Alfonso III, pues no tiene
sentido imaginar que fuera el resultado de una invasión vascona (que hace
tiempo que no se producía y nunca se había hecho en semejante dirección), ni
de un intento de conquista asturiana, pues no se entendería por qué el
cronista hubiera preferido transformarlo en una insurrección. Tampoco tiene
sentido dudar de la victoria, pues si el episodio hubiera acabado con un
fracaso del rey Fruela I, hubiese bastado con silenciarlo en unas crónicas
que apenas cuentan algo y cuyo objetivo es la exaltación de la monarquía
(32).
El segundo indicio es el matrimonio de
Fruela I con Munia (33), una prisionera hecha en Álava, pues su objetivo
político es evidente: el reforzamiento de los vínculos que unían al País
Vasco occidental con el Reino de Asturias. No hay que olvidar que el
matrimonio ya había servido en la corta historia del reino para unir a
Asturias y Cantabria, y que éste no fue el único enlace celebrado entre
miembros de la familia real astur y destacados vascones, ya que gracias a
una noticia de Ibn Hayyan conocemos accidentalmente que una hermana de
Bermudo I casó con un importante caudillo indígena (34). Al fin y al cabo,
no es ocioso recordar que en casi un siglo de historia del Reino de Asturias
se contempla la sucesión de una reina vascona, de un monarca medio vasco,
Alfonso II, y de un rey probablemente vasco, Nepociano (35).
El tercer indicio es la participación de
Fruela I en la fundación en el año 759 del monasterio de San Miguel de
Pedroso en la Rioja (36), que demuestra la integración de población vascona
en el reino astur. Por una parte, certifica la presencia del rey al sur de
unas tierras alavesas, que no le eran extrañas. Y, por otra, el diploma
fundacional presenta al monarca asturiano rodeado por una serie de monjas
que tienen nombres vascos o latinos, muy frecuentes en el País Vasco, como
el de la propia reina, no siendo descartable, como ha apuntado Y. Bonnaz,
que algunas pudieran ser parientes de la mujer alavesa de Fruela I (37).
Finalmente, el cuarto indicio es el ataque
musulmán contra Álava del año 766 ó 767, silenciado por las crónicas
asturianas, que no están para relatar fracasos cristianos (38). Existiendo
ya en el norte una monarquía, que había crecido notablemente en los últimos
años, no es verosímil suponer que cuando Abd al Rahman I se decidió, por
fin, a dirigir un ataque contra el territorio peninsular que escapaba a la
autoridad del Emirato lo hiciera contra una Álava independiente, cuya
peligrosidad para Al-Andalus no podía ser grande. Y más si se tiene en
cuenta la coyuntura turbulenta por la que atravesaba la España musulmana,
que conoció entonces nuevas revueltas. Por tanto, lo razonable es considerar
que al atacar Álava, Abd al-Rahman agredía el Reino de Asturias. Las más de
veinte campañas posteriores contra este territorio avalan esta
interpretación (39).
La historia del siglo que media entre el
final del reinado de Fruela I y la época en que tenemos acreditada de manera
indudable la integración en el Reino de Asturias revalida las conclusiones
alcanzadas.
Ciertamente, en ese período consta la
existencia de dos rebeliones contra los reyes asturianos, una contra Ordoño
I (850-866) (40) y otra en los primeros años del reinado de Alfonso III
(866-910) (41). Pero estos hechos sólo pueden probar las dificultades de la
integración, no su inexistencia, ya que la rebelión implica el previo
dominio asturiano, que, además, los reyes están dispuestos a mantener y que
se restablece sin problemas. No, no hemos vuelto a la época del Reino
Visigodo. Por otra parte, no hay que dar especial relevancia a la existencia
de dos rebeliones en el siglo IX, pues toda la centuria está llena de
episodios de ese género. Sólo en Galicia
Alfonso III tuvo que reducir cuatro. Pero
mucho peor era la situación en el antiguo Imperio Carolingio, en pleno
proceso de desintegración, y en Al-Andalus, donde en esta época la autoridad
del emir se reducía por momentos, hasta que hacia el año 890 apenas se
extendía por los alrededores de Córdoba. Por último, y esto es lo más
importante, estas dos fueron las últimas rebeliones contra el poder real de
la historia vasca.
El enemigo de los vascones occidentales
durante este período no fueron los asturianos, sino los musulmanes, que
realizaron una veintena de campañas contra Álava (42), de tal manera que fue
el territorio cristiano más atacado, hasta el punto de que G. Martínez Díez
ha podido escribir que a Álava le correspondió en suerte el convertirse
en el yunque que en los siglos VIII y IX atrajo sobre sí los duros golpes de
más del 80% de las campañas militares que los ejércitos de Córdoba
desencadenaron contra el naciente reino astur (41)". Que Álava fuera el
principal objetivo de los ataques cordobeses indica que no era un país
independiente, pues de lo contrario no se entendería la política de los
emires. No, el objetivo de estas expediciones tenía que ser el Reino de
Asturias. De hecho, muchos de esos ataques afectaron también a la primitiva
Castilla, cuya pertenencia al reino astur nadie puede poner en duda. Y
significativamente en bastantes ocasiones los historiadores musulmanes, al
narrar estas campañas, confundieron a Álava y Castilla, cuyas fronteras
todavía no estaban bien definidas. Un estudio pormenorizado de estas
campañas permitiría comprobar en ocasiones que el ataque musulmán era una
represalia a alguna acción del monarca asturiano, o la presencia de éste en
Álava, o la lucha de vascones junto a otros súbditos del rey astur.
Mas los vascones occidentales no lucharon
sólo con los asturianos frente a los musulmanes, sino también en sus guerras
civiles. Consta su participación en la guerra civil entre Ramiro I y
Nepociano que tuvo lugar en el 84344. Y esta intervención es muy distinta de
las que pudieron tener los vascones en los conflictos del Reino Visigodo a
favor de un usurpador, pues en esta ocasión apoyaron con los astures al rey
legítimo que, además, era seguramente vasco (45).
Otra prueba la tenemos en la Repoblación, el
fenómeno histórico más relevante de la España cristiana de la época. Y no
sólo en la muy importante colonización de pobladores de origen vasco en el
reino astur-leonés, sino también en la repoblación de Álava por gentes de
fuera del País Vasco46.
Para terminar, cabe hacer dos precisiones.
La primera es que puede parecer que lo
demostrado hasta ahora sólo afecta a Álava. Sin embargo, la argumentación
desarrollada es aplicable también a Vizcaya, que en la época del Reino de
Asturias sólo aparece en las fuentes en la ocasión ya reseñada. Pero la
segunda cita de Vizcaya testimonia con claridad su dependencia del Reino de
León, pues es la mención en las Genealogías de Roda del conde vizcaíno Momo
que se casó hacia el 930 con una infanta navarra (47), y en esa época, en la
Península Ibérica, sólo la monarquía leonesa estaba dividida en condados
(48). Nada permite suponer que esa dependencia fuera reciente. Al contrario,
todo apunta a que Vizcaya estuvo incluida en un concepto amplio de Álava
(49), cuya existencia puede acreditarse en los siglos XII y XIII, cuando la
documentación es más abundante y locuaz (50). En este sentido hay que
señalar que durante los siglos VIII y IX Vizcaya parece operar como un
traspaís de Álava (51), que el vascuence de los habitantes de ambos
territorios es el mismo, que significativamente constituye el dialecto más
singular de todos (52), y que el obispo que residió primero en Veleia
y después en Armentia fue realmente el episcopus alauensis o in
Alava, es decir, que el territorio comprendido entre el Nervión y el
Deva que dependía de él fue "Álava" desde el punto de vista eclesiástico
(54), al menos (55). No puede decirse lo mismo de
Guipúzcoa, que hasta el año 1025 permanece en una
prehistoria sin Arqueología. Ciertamente, se han aducido algunos
argumentos a favor de su integración en el Reino de Asturias, pero carecen
de fuerza probatoria (56). La misma donación de Olazábal del año 1025 con la
que Guipúzcoa entra en la historia parece indicar que su integración en el
Reino de Pamplona era reciente (57), y resulta difícil de imaginar que
pudiera ser fruto de una usurpación, pues hasta esa fecha no constan
acciones de ese género entre los Estados hispanocristianos (58). Por
consiguiente, hay que concluir que la Guipúzcoa al oriente del valle del
Deva, cuyos valles se orientan más hacia Navarra (59), debió de permanecer
independiente hasta los alrededores del año mil.
La segunda y última precisión debería
referirse al carácter del dominio de los reyes de Asturias en Álava y
Vizcaya. Pero cuando la documentación apenas da para testimoniar su
existencia, se comprenderá que poco pueda afirmarse algo en ese sentido. No
obstante, algunas cosas parecen claras:
Los territorios conservaron su independencia
social, que fue compatible con la dependencia política.
Los poderes locales, que probablemente
consolidaron su situación con el reconocimiento del reino astur (60),
disfrutaron de una gran autonomía, como lo prueban los cambios de soberanía
que se produjeron en los siglos XI y XII, sin que mediara conquista, salvo
tardía excepción.
Seguramente, los poderes del rey, que no
debían de ser muchos, no estaban definidos. Será la práctica lo que
contribuya a perfilarlos (61). Mientras tanto esa indefinición, comprensible
por la forma con la que se extendió la autoridad de la monarquía astur por
el País Vasco occidental, pudo favorecer alguna de las rebeliones, que, por
otra parte, testimonian las dificultades del proceso de integración. Pero
las mismas rebeliones prueban que los poderes del rey no eran sólo teóricos
(62). En este sentido cabe recordar finalmente el gran impulso que recibió
en esta época la introducción de formas de vida mediterránea en Álava y
Vizcaya, a lo cual no debió de ser ajena su inserción en el Reino de
Asturias, señal de la trascendencia de este fenómeno (63).
ARMANDO
BESGA MARROQUÍN.
Escaneado por A. Castejón.
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